Una mentira mil veces repetida se convierte en una verdad (Joseph Goebbels)

jueves, 29 de enero de 2015

Las nieves del Kilimanjaro de Robert Guédiguian


Cuando el cine social se convierte en cine fantástico

Robert Guédiguian es uno de los cineastas franceses más comprometidos con la temática social. Suele ubicar sus películas en los barrios más bien desfavorecidos de su Marsella natal y, a priori, podría sacarse la conclusión de que habla de un mundo que conoce bien, pero desde luego no es así en Las nieves del Kilimanjaro (2011), su última película estrenada entre nosotros.

La película trata de un trabajador de edad madura que se queda sin trabajo al renunciar a hacer uso de sus privilegios como representante sindical y preferir participar con el resto de sus compañeros en el sorteo de un lote de despidos del que podría haberse librado. Tal alarde de solidaridad podría levantar alguna ceja descreída, al menos en nuestro país, ante ciertos escándalos que han rodeado el mundo sindical en los últimos años, pero vamos a ser buenos y a darlo por verosímil agarrándonos a un clavo ardiendo. En esto resulta que sus compañeros le regalan entre todos como despedida el dinero necesario para realizar un viaje al Kilimanjaro con su señora con el que ambos llevan soñando años, pero alguien entra en su casa y les roba. Cuando poco después, porque en los barrios todo se sabe más pronto que tarde, la policía detiene al ladronzuelo, acudir a los cuerpos de seguridad del estado para denunciar a un chaval de clase obrera le supone un conflicto moral a este buen hombre. 

La traca comienza cuando finalmente acude a la comisaría a denunciar el hecho en compañía de su santa y también de su mala conciencia, y el señor comisario, durante la entrevista con los denunciantes, le ofrece al marido hacer la vista gorda y dejarse abierta y olvidada la puerta que les separa a ambos del autor de la fechoría para que el ladrón y la víctima del robo charlen cordialmente; para animar la conversación, le ofrece un buen bate de beisbol, al parecer de uso habitual en las dependencias policiales para sacudir el polvo de las costillas, cráneos o tibias de los detenidos, con la misma naturalidad que si fuera una taza de café.

Sugerir o más bien dar por hecho que es práctica habitual que la policía les pegue un repaso a los detenidos con un bate de beisbol en un país que se supone democrático ya sería por sí solo algo muy fuerte para dejarlo caer con esa naturalidad. Pero que además el mismísimo comisario le ofrezca alegremente los instrumentos de tortura al primero que pasa por la puerta es una escena más propia de la mente calenturienta de Tarantino que de la de un director que se supone humanista y social. Ya puestos, ¿por qué el señor comisario no les da también una cámara de vídeo para que graben la paliza, un ordenador para subirla a YouTube y un teléfono para que se lo cuenten a la prensa lo antes posible? Aunque asumamos el maniqueísmo esquemático de Guédiguian y demos por hecho que el jefe de la policía debe ser necesariamente un brutal fascista sádico, a un espectador con medio dedo de frente se le puede ocurrir que este enemigo del proletariado estará probablemente demasiado apegado a sus complementos salariales, trienios y pagas extra como para jugárselos por un sindicalista y por un robacuartos de pacotilla. Ya no es que esta escena sea risible y grotesca en una película sobre la Francia actual, es que lo sería hasta en un drama sobre la Francia de Vichy o la España franquista.

Se podría decir que le estoy sacando demasiada punta a algo que no pasa de ser una anécdota. Pero es que esto es solo el comienzo; lo mejor viene después cuando la mujer del sindicalista descubre que el hermano pequeño del ladrón encarcelado, un chaval de corta edad, se ha quedado solo y se tiene que buscar la vida. Al parecer en Francia en los colegios no se controla la asistencia a clase de los niños en edad escolar y la policía tampoco avisa a los servicios sociales cuando detiene a los familiares de un menor ni se preocupa por dejarlo abandonado; pero es normal, no tienen ninguna necesidad de esa burocracia inútil porque la señora buena samaritana se lleva al niño a su casa, resuelve el problema y sin más la familia tiene desde ese día un nuevo miembro. Pero mira que la gente es tonta tirándose años haciendo trámites en China o en Vietnam para adoptar niños cuando, según el señor Guédiguian, lo único que tienen que hacer es ir a Marsella y llevarse a casa al primer chaval que encuentren por la calle.

Esta serie de despropósitos da tristemente argumentos a la derecha cavernaria a la que le gusta decir que la izquierda vive fuera de la realidad y plantea discursos obsoletos, algo absolutamente cierto en el caso de esta película. Es necesario, probablemente más que nunca, que el cine hable de los problemas de las clases medias y bajas, pero Las nieves del Kilimanjaro, que tampoco es que sea una película torpe técnica ni visualmente, tiene que ver en su argumento más con los lugares comunes más trillados del drama hollywoodiense que con cualquier cosa a la que podamos llamar cine social.

jueves, 22 de enero de 2015

El desconocido del lago de Alain Guiraudie



En esta reciente muestra del cine gay francés de bajo presupuesto, la más elemental lógica y sentido común o cualquier otro tipo de sentido brillan por su ausencia, dando al traste con una película que, como otras que comento en esta sección de Resbalones, tiene puntos de interés: el mundo más bien deshumanizado de encuentros fugaces y sexo rápido en una playa nudista gay se retrata de forma realista y comedida, sin moralizar pero tampoco sin idealizar nada. Todo aceptable hasta que el protagonista, que ha tenido un flechazo que no es correspondido porque su hombre tiene ya un compañero de juegos, se queda una noche en la playa espiando a su amor platónico y contempla impávido cómo éste ahoga a su amante en el agua. No solamente no intenta impedirlo, sino que miente a la policía para proteger a su objeto de deseo y sigue igual de interesado o más en convertirse en su siguiente ligue, y quién sabe si en su siguiente víctima.

En principio podría pensarse que estamos ante un remake gay de un thriller clásico francés, El carnicero, de Claude Chabrol, o, si nos ponemos, de Instinto básico. Pero este tipo de películas se basan en la ambigüedad, el prota no debe saber desde el principio que su objeto de deseo es un asesino y luego, cuando empieza a tener indicios de ello, ha establecido con el sospechoso un lazo emocional sustentado por las carencias de ambos y por una cierta forma de comunicación que se ha establecido entre ellos: eso es lo que le da la gracia a la historia. Pero en El desconocido del lago, como el título indica el protagonista se siente atraído por alguien a quien no conoce y por el que siente una atracción puramente sexual, lo cual no es obstáculo para que ni se inmute cuando le ve asesinar a alguien a sangre fría y siga deseando ir a su encuentro. ¿No es consciente del peligro que corre? ¿Es un suicida? ¿Es un enfermo? ¿Es rematadamente imbécil? ¿Es un pene con patas? ¿Algún espectador puede comprender a este personaje? ¿Se puede sostener una historia en él? Para más inri hay un inspector que investiga el caso y que lo único que hace es pasearse a solas por entre los gays en busca de ligue, sin ir armado ni de día ni de noche aunque no deja de prevenir acerca del asesino que anda suelto; ¿también busca que lo maten o es que está pensando si cambiar de acera y sumarse a la fiesta que hay a su alrededor?

Ante tanto despropósito, no es de extrañar que lo más o lo único interesante del relato sea el personaje secundario de un bañista que no se acerca al agua, se limita a mirar al horizonte y más que sexo busca entre el ligoteo un lugar donde su inmensa soledad no le haga sentirse incómodo, dándole a la película los únicos momentos en los que se sale de la bidimensionalidad y los estereotipos.  

martes, 13 de enero de 2015

Prisioneros de Denis Villeneuve



Aunque normalmente utilizo el blog para recomendar buenos libros y películas, hoy comienzo una sección dedicada a películas no malas pero fallidas que podrían haber sido buenas si los guionistas se lo hubieran currado un poco más, o si al menos intentasen evitar el ridículo de errores muy obvios. Un buen ejemplo es Prisioneros (Prisoners, 2013), una historia policiaca que empieza muy bien, evitando los tópicos manidos del género, pero que en su segunda mitad va cayendo y regodeándose en todos y cada uno de ellos en una cuesta abajo sin frenos.

Dos inocentes niñas, una rubita y una negra, son secuestradas por algún pervertido en un aburrido lugar en la América profunda y el padre de una de ellas (la rubita, naturalmente), un supermacho americano encarnado por Hugh Jackman, indignado ante la inoperancia policial, decide investigar por su cuenta y proteger a su familia tomándose la justicia por su mano y secuestrando por su cuenta al principal sospechoso. Una historia muy original que solamente nos han contado unas sopocientas mil veces, tropecientas arriba o abajo; pero al principio Denis Villeneuve, el director, da totalmente la vuelta al topicazo y muestra al padre coraje desde un prisma bastante realista, como un cateto borrachín que lo único que consigue jugando a detective es entorpecer el trabajo de los profesionales, romper a su familia todavía más y dar rienda suelta a un inquietante talento como torturador que hasta entonces había tenido que mantener reprimido. El director lo cuenta además de una forma tranquila y elegante.

Pero nos encontramos en una producción de Hollywood, por lo que este cuestionamiento de los clichés del género no se va a convertir en el eje de la película, sino que se trata solo de un preludio que conducirá a una posterior redención y una retahíla de déjà vus mucho más acordes a los parámetros del cine comercial: la teatral detención de un falso culpable, la simbología casi esotérica que el policía acabará interpretando en el último momento, la justificación del machote torturador que al final no andaba tan desencaminado, y un muy vergonzoso twist final. Al parecer la policía detiene a un joven deficiente mental pero no interroga a su madre, ni tampoco es capaz de relacionar la desaparición de su padre con el hallazgo de un esqueleto en una casa de las proximidades; ¿cuántas desapariciones no esclarecidas puede haber en un pueblo de ese tamaño? 

Vale que el cine no tiene por qué ser cien por cien realista, pero no se puede cambiar las reglas de juego en la segunda mitad del partido y empezar contando una historia de tintes clásicos y desmitificadores para acabar en una montaña rusa de trucos de guión a cada cual más delirante. Y, por favor, el malo malísimo que tiene al final de la película al bueno desarmado y a su merced, y que en lugar de pegarle un tiro se pone a contar con parsimonia los detalles de su perversidad para darle tiempo al otro a buscar una estratagema para escapar, es algo que en el siglo XXI hay que erradicar sin contemplaciones o dejar para la parodia.

Aunque el director consigue darle una apariencia bastante digna a un producto de derribo, nos encontramos una vez más ante una industria que se siente atraída por las alas con las que vuela un nuevo talento, en este caso quebequense, pero que una vez contratado solo sabe cortárselas y llevarle al terreno de lo manido.

Más información:
Wikipedia

miércoles, 7 de enero de 2015

Historia elemental de las drogas de Antonio Escohotado



El gran público lo conoce  como una voz antiguamente habitual en los debates en los medios de comunicación en torno a la legalización de las drogas, pero Antonio Escohotado es licenciado y profesor de filosofía y ha escrito varios libros técnicos relacionados con su especialidad. No obstante, la fama la ha obtenido con su Historia de las drogas (1989), una ambiciosa recopilación de gran parte del saber en torno a esta cuestión en formato enciclopédico con varios tomos. Para hacer esta magna obra más accesible al público, el propio autor publicó un resumen de la misma, la Historia elemental de las drogas en 1996. El uso de sustancias que alteran la percepción es tan antiguo como el hombre, y a lo largo de las diferentes épocas y culturas su función oscila entre el chamanismo, la medicina y el disfrute personal; la historia más reciente se centra en la aparición de todo tipo de estupefacientes sintéticos y en la lucha contra el tráfico de las sustancias prohibidas.

De clara intención divulgativa, el libro sustenta además una tesis no enunciada de forma explícita en ningún momento pero muy clara a lo largo de todo el texto, no tanto a favor de la legalización como en contra de la prohibición. El libro fue escrito en la época en la que estaba ya cayendo por su propio peso la distinción entre drogas blandas y duras, que nunca estuvo basada en ningún criterio científico. También está más que cuestionado el concepto del presunto adicto a las drogas, como exponen especialistas en psiquiatría como González Durola figura del drogadicto como enfermo y víctima sería según Escohotado, y también según muchos médicos, una creación cultural derivada de la prohibición y una profecía autocumplida de los prohibicionistas, puesto que la lucha contra la droga, lejos de ser una consecuencia, sería la auténtica causa del problema de la drogadicción. Sin prohibición no habría muertos por sobredosis, adulteración con el correspondiente riesgo para el consumidor, enormes recursos del estado policiales, judiciales y penitenciarios dedicados a la lucha contra el tráfico ilegal... ni tampoco un enorme negocio para las mafias dedicadas a dicho tráfico. El autor no llega a sugerir que los responsables políticos estén consintiendo dicho lucro, o tal vez beneficiándose directa ni indirectamente de él, pero probablemente el libro llevará a muchos lectores a reflexionar y hacerse preguntas en ese sentido.

El hecho de que el debate en torno a la legalización de las drogas parezca estar olvidado y cerrado, si bien podríamos decir que en falso, en los medios de comunicación, debería ser un acicate para conocer y valorar las tesis de Escohotado, indudablemente uno de los autores que más se ha preocupado por esta cuestión.



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